sábado, 5 de mayo de 2012

Vidas en susurros II


El poeta ruso Konstantin Simonov. 1947/ Condé Nast Archive/ Corbis

Ahora bien, hablar de vida privada es paradójico en un régimen que intentó aniquilar cualquier espacio de privacidad. El régimen estalinista dinamitó la intimidad e, incluso, castigó las relaciones familiares y sociales. La detención de uno de sus miembros mancillaba a toda la familia, evitando así que el espacio privado se convirtiese en un reducto para la libertad. Hubo personas como Vladimir Korsakov, nacido dentro de una familia afectada por las purgas de las décadas de los 30 y 40, que rechazó hacer carrera como bailarín para “fundirse con la masa proletaria” y no ser señalado como hijo de un enemigo de pueblo. Es lo que Figes denomina, a través de la memoria de otra víctima, como el “miedo genético”. Los hijos de las víctimas vivieron con cautela y en numerosas ocasiones intentando entender qué habían hecho mal. Se ocultaron de tal manera, que en muchas ocasiones no se confesaba la mácula familiar ni al propio cónyuge. Como le sucedió a Antonina Golosina, que descubrió tiempo después que estuvo casada con una víctima de la represión como ella misma. Incluso hubo personas que buscaron limpiar su historial casándose con miembros del Partido, en el que lucharon denodadamente por ser aceptadas creyendo que su tragedia se debía a unos fines superiores que encabezaba Stalin. En otros casos la abjuración procedía de los propios padres, para no empeorar la situación. Un mundo con cientos de testimonios imborrables y la dureza en unas líneas: “Zoia, es cierto. Soy culpable, únete al Komsomol. Ésta es la última vez que te escribo. Sed felices, tú y Lialia. Mamá”.

       Mientras algunos se atrevían a susurrar, muchísimos más callaban y guardaban silencio. Y otros, no debemos olvidarlo, actuaron en favor del mal, cuya naturaleza tanto preocupó a la indispensable Hannah Arendt, como el intelectual Konstantin Simonov. Porque detrás de cada historia y cada acusación se encontraban otros susurros bastantes más siniestros, los de los delatores. Figes elige al “escritor proletario” Simonov como la representación de la persona que durante el estalinismo se comprometió con el mal.
       Es el auténtico héroe trágico del libro. De origen aristocrático llegó a ocupar cargos en la jerarquía estalinista, hasta ser considerado “el favorito de Stalin” y, como tal, participó de la persecución de sus compañeros considerados liberales y en las campañas antisemitas del régimen y hasta llegó a delatar a familiares. Mucho tiempo después, al final de su vida, reflexionó arrepentido en unas duras memorias sobre sus actuaciones, aceptando sus errores y su culpabilidad dentro del terrorífico engranaje del estalinismo.

       La presencia anónima del delator, que bien podía ser un vecino o un compañero de trabajo, hizo que popularmente se asegurara que las paredes también oían. Sabían que después de la delación se encontraba un proceso terrible de destrucción personal, de los lazos familiares y comunitario -incluso de los sentimientos-, las purgas, los asesinatos o el siniestro sistema de Gulag. Pero la pesadilla del miedo, el temor y la sospecha no se quedaba sólo entre los supuestos enemigos del régimen, sino en el propio interior del Partido. Muchos de los fieles al ideal revolucionario lo notaron en su propia carne. El terror no tenía lógica. Muchos sobrevivieron a los tormentos de convertirse en víctimas sin saber bien cómo habían llegado a esa adversa situación, y nos lo narraron como Evgenia Ginzburg. La gran victoria de Stalin fue que este miedo le sobreviviera a la muerte transmitido de generación en generación. Aún pervive en el presente. Así lo señala el propio historiador británico señala sorprendido al constatar cómo actualmente es más complicado acceder a la memoria de esta represión que en la década de los noventa del pasado siglo.

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